martes, 10 de noviembre de 2020

SEMILLAS DE LA SOMBRA

 

 



Heráclito camina por la tarde

  De Éfeso.  […] Su voz declara:

     Nadie baja dos veces a las aguas

                                                 Del mismo río.

(Jorge Luis Borges)

                              

 

La niebla cubre el tiempo, el polvo de los años,

el ámbito de los juegos y la luz olvidada,

humedece el deseo con las pálidas lágrimas

de su llanto imposible, de su llanto apagado en la noche y la ausencia.  

La niebla tiene el tenue contorno de los sueños

y ese tacto etéreo de luna entre volantes y gasas transparentes. 

Lame las ventanas con lubricidad nocturna

cuando el aire extiende alfombras de pavesas

y los besos son peces de hielo derretido nadando en los espejos.

Fantasmal y embozada emerge como el miedo de una tarde infantil

reptando por la espalda, en la cara el espanto y la danza del fuego.

Emerge de las aguas del río que besaba los cuerpos del verano

y cobró su tributo en tarde aciaga dejando para siempre un rostro en el recuerdo,

un rostro adolescente, pertinaz, indeleble, desfigurado por el vaho y la calima,

atrapado en el espejo roto del hielo y la memoria.

Emerge de las aguas y el cementerio viejo, la niebla, como entonces

pero distinta ahora, ahora que los muertos regresan vueltos polvo,

fantasmas de olvido, territorio de ausencia.

 

Y emerges de la niebla tú, cansado, envejecido,

caminando los pasos que la memoria olvida.

Porque se acostumbran tus ojos al sol que ahora ilumina

el mundo tan distinto a aquel que aún recuerdas,

se acostumbra tu cuerpo a la sombra que proyecta

sobre las calles sin barro y la orilla del río,

la sombra que ahora el viento deshace sobre el agua,

ese viento que borra los pasos más endebles, las huellas

que no pueden grabar su nombre en piedra, en tiempo detenido.

                                                              

Se acostumbra la ausencia, territorio de olvido, al hueco de las sábanas

y la herida que cierra en falso con saliva de sueños.

Se acostumbra el otoño a esperar el invierno con crisantemos marchitos

y flores de viento en búcaros de plástico imitando la vida y lluvia en los cristales.

Se acostumbra la arena a ser sangre de tiempo

y tinta de infinito, a alejarse del agua.

Se acostumbra el silencio a ciertas relecturas, a ciertas amistades

que la muerte no impide, y caminas con poetas

a través de los versos que escribieron por ti.

Se acostumbra uno al tiempo, a este ser que nos mira distorsionado

por la neblina y la azul lejanía como un fantasma viejo sin contorno ni tacto. 

Te acostumbras a ti mismo, al tiempo y a ti mismo, lo que queda de ti,

confusa pesadilla de amaneceres turbios.

Y emerges de la niebla.

Emerges de la niebla, tibio territorio de angustia, y el río se levanta

con un eco de ahogados, de manos imposibles y frío entre los huesos.

Y los álamos viejos van dejando en el cauce

cadáveres de tiempo que pasa inexorable,

varados en meandros y curvas de ballesta. Discurren lentas las aguas por Éfeso, 

Barcelona, Buenos Aires, los mapas borrosos del tiempo y la nostalgia.

Se sucede tu imagen por las aguas del tiempo, las aguas que se llevan

difuminados los nombres que tenían las cosas en la infancia lejana,

los nombres de los vientos, los santos de los días que sabía tu padre,

los nombres de las cimas que rodean al pueblo,

los nombres de los árboles, las fuentes, los pájaros,

las cosas de la casa, utensilios del campo…

Olvidas las semillas, los libros que leíste siendo niño,

los nombres que buscabas por legitimar su naturaleza en los altos alambres

de los diccionarios y las enciclopedias,

olvidas las palabras que musitaba tu madre, raíces heredadas

que arrancaron de cuajo el devenir del mundo e intereses espurios,

palabras, viejos nombres, una danza macabra

bailando al son del tiempo, del agua y las cosechas, de retales con peces,

de veredas y trochas, pino gordo, secuoyas y encina centenaria.

 

Territorio de brumas. Y fuego en los hogares.

Cae la noche acuosa, opaca, sin recuerdos.

Y en la mañana,

deshace el sol la niebla y pone sobre el polvo y pone sobre el agua

que nunca se detiene su huella,

nuevamente su huella en la huella aterida.

Deshace el sol la niebla y va pintando el viento

despojos de esa boira que quiso ser eterna bajando desde el este,

el norte más altivo, al río que nos lleva irremisiblemente a todos.

Y va sembrando el viento jirones de sus manos,

semillas de la sombra.


Tercer premio en el XXX Certamen Literario VILLA DE INIESTA, modalidad poesía, 2020.

6 comentarios:

  1. Quedo admirada por ese lexico tan rico al que tuteas porque lleva mucho tiempo contigo y ya le has cogido confianza y le invitas a tus versos. ¡Fenomenal!

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    1. Gracias, Auri. Las palabras son los adobes o ladrillos para levantar poemas.
      Y yo he trabajado muchos años en el sector de la construcción.
      Un abrazo.

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  2. Me gusta tu poema, no solo por las bellas metáforas, por el amor ecumenico que desprende. Pero sobre todo por su total musicalidad.
    Se nota que viene del que está acostumbrado a saber que un poema, sin esa belleza sonora, es un poema sin latidos.
    Un abrazo.

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    1. Un abrazo, Juan. Gracias por leer. Indudablemente en un verso largo y sin rima se han de cuidar los acentos para dotarlo de ritmo y cadencia, o musicalidad, como tú dices. Y usar ciertos recursos que da la práctica y aparecen sin buscarlos.

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  3. Es muy triste el poema, muy triste. Pero por encima de la niebla, del sol y de esa melancolía hay un vuelo de pájaros, un nadar de peces, y la memoria que siempre nos lleva a abrazar todo lo que se fue.
    La musicalidad, para mí perfecta.
    Bien Jesús, tarde de poemas.

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    1. Yo no lo considero triste. Sí, melancólico. Valladolid es zona de mucha niebla. No así Sardón, aunque en el recuerdo pudiera parecerlo. Y la niebla es un buen elemento para reflexionar sobre el paso del tiempo. Un saludo, María. Gracias por leer y comentar.

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