No te escribí un poema cuando éramos felices.
Nos bastaban los versos que te leía al alba,
los versos de Salinas que mi voz te debía,
la lluvia de palabras que rociaba tu cuerpo
con besos de Neruda mojados y salinos,
enamorado polvo y requemados campos.
Nos bastaba el silencio, la sábana arrugada,
acaso la memoria mojada de la noche,
la conciencia de ser eternos y soñados.
Bien es cierto que pude al mirarte dormida
en la clara mañana con sol en los cristales
pergeñar unos versos al canto de los mirlos
besándote la frente y el pecho en claroscuro,
empero en ese instante propicio al embeleso
el poema eras tú y yo lector tan sólo.
Tentado estoy ahora, me llueven alacranes
y se oculta la luna detrás de las fachadas
inmensamente clara, serena burdamente,
¡qué gris es la ciudad y la gente que cruza
con su lenta tristeza, su burlona alegría!,
tentado de poner en la mesa el dolor
junto al vaso vacío de recuerdos y acíbar
y llorar largamente desesperado y solo
los versos que ya entonces no me atreví a escribir
o, herido y melancólico, los versos más amargos
de angustia y desamor. Tentado, pero no,
que eso ya lo hicieron, ¡qué altos!, los poetas
y yo tan sólo anhelo fundirme en su tormento,
lector al fin y al cabo de mi propia esperanza
por bibliotecas ciegas, laberintos y espejos.
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