Se
fue muriendo así, muy lentamente,
trozo
a trozo, muela a muela,
cabello
a cabello, materia a cada golpe,
a
cada óbito más irreemplazable.
Iba
guardando sus casi muertes en un primoroso féretro
elaborado
con las tablas desahuciadas
de
algún mueble viejo sin cajones.
Quedaron
fuera los dientes de leche
que
encontraron sepultura en carcomidas puertas
o
en una oscura y rica cueva de ratones,
algún
sueño perdido, retales de epidermis
enredados
en el polvo
y
las uñas que cortaba a ras de piel los lunes
cuando
creía en cosas simples
como
que hay dios y que las nubes
se
alimentan con agua de pantanos.
Tenía
un hijo que escribía versos
para
no aprenderse las coplas que él sabía,
un
hijo que miraba los campos de otro modo
y
hablaba del mar y de las nubes
aunque
no trajeran la promesa de la lluvia,
un
hijo que habría de hacerle inmortal
porque
cada vez que moría un trozo de sí mismo
él
le dedicaba una sentida elegía.
Por
eso nunca quiso morirse de repente,
de
un sólo golpe, seguro y perentorio,
si
no de manera lenta, inexorable.
Tras un fin de semana lleno de poesía, reencuentro con poetas conocidos y nuevas amistades; tras recorrer los lugares donde viví mi infancia y juventud, regreso con las pilas cargadas. Y gran cantidad de libros y obsequios del Ayuntamiento y otras instituciones vallisoletanas.
No me extraña que hayas sido finalista. Con esa tanda de palabras bien elegidas.
ResponderEliminarBella elegía de un hijo bien nacido. Ese hijo que habla del sol y de las nubes, bien merecería en esa tierra de su padre el mayor reconocimiento por los sentidos versos, que nacen de la sensibilidad y el corazón.
ResponderEliminarUn abrazo.
Creo que es el poema que más me gusta de los que te he leído. Un abrazo.
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