Era el mundo pequeño inmenso ante mis ojos,
era la vida toda manando por los poros
del campo y la ciudad que acercaban los trenes
en el temblor azul de aquel tiempo reciente.
Vaporosa mi imagen titilaba en los soles
translúcidos y frescos -la sombra por azogue-
del agua de las fuentes que bajaba hacia el Duero
con la sed ya saciada y los ojos abiertos.
Los yesos enviaban mensajes cristalinos,
refulgentes señales sin punto de destino
y el cielo devolvía el perfil de la tierra
en la tarde dorada, horizontal, inmensa.
La mañana ponía dulcemente sus labios
de hielo en las herradas, en la presa, los charcos,
carámbanos de luz donde el frío se hacía
gustativo, corpóreo, para sentir la vida.
Los hombres levantaban el polvo del camino
y dejaban impreso su rostro en el tejido
que el viento sujetaba, verónica sin tiempo
y tiempo sin defensas ante añosos señuelos.
Y mi padre que, al fin, era el tronco más mío
ponía ante mis ojos, por alimentarme, un libro,
me legaba sus huellas como un cristal opaco
donde observar historias de pequeños ocasos.
Colgaba un viejo espejo sobre la palangana
y el niño que yo era se lavaba la cara,
se limpiaba los llantos, se peinaba los versos
porque entonces soñaba, me miraba en los sueños.
Ese espejo con falta de azogue, pero que podía reflejar la verdad de una vida que apuntaba a poeta.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Juan. Estamos ya en el tiempo de mirarnos en el espejo de la memoria. Esperemos que el vaho de la noche y el tiempo no lo empañe demasiado. Un abrazo.
Eliminaren cualquier espejo que te mire, tu nombre, sería siempre, poeta.
ResponderEliminarGracias, María. Un abrazo.
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