Salamanca amanecía con el color sepia de la piedra y las películas antiguas.
Fray Luis de León retomaba las clases. Y era
ayer.
Antonio de Nebrija soñaba por sus calles la
gramática de un idioma para llegar a nosotros. Y aún era más ayer.
Miguel de Unamuno, ayer
todavía, repuesto en su cargo por los sublevados, creía en España y tomaba café
en el Fortuny.
Más de setecientos años de saber y audacia,
de ahormar la naturaleza humana y alimentar las mentes se deslizaban por las
fachadas de la ciudad castellana que expandió el conocimiento y amparó con su
manto académico las universidades del Nuevo Mundo. Amanecía aquel doce de
octubre.
Poco importa ahora la literalidad del discurso de Don Miguel, el vasco universal, en el paraninfo frente al cuartelero mutilado Millán-Astray, ni su adhesión al levantamiento que tantas críticas le valió o el cese fulminante por parte de Franco, sus últimos, trágicos apuntes y su muerte en soledad. Unamuno, como buen bilbaíno, vivió y murió dónde y cómo le dio la gana. Luchó, como dijo Machado, contra sí mismo. Y eligió Salamanca para la postrera batalla, para llegar, sombrío, triste y atormentado hasta nosotros, como una figura de niebla y celuloide.
Salamanca no necesita vencer ni convencer. La arenisca del tiempo esparce conocimiento, conciencia y libertad. Está el ayer al mañana ligado. La luz y la sombra, sucediéndose, esculpen la ciudad pedagógica, seductora, franca, joven. Salamanca amanece como ayer, como amaneció en la oscura Edad Media.
Lo demás es historia, o
leyenda, o silencio.
Grandioso, Jesús. Como grandiosos son los nombres que evocas y la propia y bella Salamanca. Un gran escrito.
ResponderEliminarEnhorabuena Jesús
ResponderEliminar